Memoria del día más largo (23-F, Ximo Puig al Mediterráneo)

Per Ximo Puig

La redacción de Mediterráneo en la avenida del Mar era, a principios de aquella tarde de febrero, el tecleo anodino de las Olivetti, la resaca de la dimisión de Adolfo Suárez y un estado estable en la niebla de humo que surgía desde cada mesa.

Los sonidos de aquellos años simultaneaban la más irradiante esperanza con el ruido de sables. El periódico vivía la primavera democrática. Luis Herrero –el joven director- emulando a su mentor protagonizó la primera transición en la prensa de Castellón y abrió las puertas del vetusto edificio que albergaba las viejas dependencias del Movimiento, a todo el plantel de partidos, sindicatos y entidades que nacieron como setas en el estadio enorme que significaba un nuevo inicio.

Amábamos el periodismo – atrevidos, apasionados, entusiastas- y Luis nos dio cobijo entre aquellas paredes que observaron como las miradas reticentes de los veteranos acabaron por fundirse en un proyecto periodístico que aspiraba a la modernidad, que fue plural y que empezó a morir de ingenuidad cuando el 23-F predijo su naufragio.

La tarde enmudeció y las Olivetti callaron en el segundo que la radio del despacho del director relató entre la confusión, un incidente grave en el Congreso de los Diputados. Recuerdo el remolino ante la puerta de aquella oscura estancia a la espera de noticias entre la estupefacción, el temor y –por qué no decirlo- algunas sonrisas cómplices. Muy pocas.

No podemos obviar de dónde venía el periódico. Nació como un instrumento de propaganda del franquismo que desde el minuto cero de su victoria, puso en marcha -como cualquier dictadura- el control absoluto de los medios de comunicación. Cuarenta años de consignas, de silencios, de medias palabras llegan a enmudecer el alma de un trabajo que no tiene ningún sentido sin libertad.

Pero nadie es dueño de sus miedos. Y la incertidumbre había acompañado esos años de cambio. Desde la voladura de Carrero Blanco hasta las elecciones de junio de 1977 pasaron tantas cosas que ciertamente resultaban difíciles de procesar para una sociedad políticamente bloqueada, noqueada, anestesiada y más para quienes sólo debían limitarse a cumplir órdenes.

Se ensombrecieron más los rostros cuando bajó Juan Enrique Mas que estaba en el piso de arriba en Radio Cadena Española –la red radiofónica local estatal- con el bando de Milans del Bosch bajo el brazo. A medida que leía la proclama, la sensación de seriedad del golpe tomaba fuerza. No eran un grupo de guardias civiles que habían perdido la olla, ahora ya sabíamos que el capitán general de la región estaba al frente y no constatábamos si era la avanzadilla o la consumación del invento nostálgico. Las dictaduras son los generales y los cómplices anclados en el poder y siempre en las madrigueras.

No tardaron en llegar. Una patrulla de la policía militar se situó en la puerta del vetusto edificio que volvía a oler al Movimiento, mientras la niebla del humo alcanzaba ya el umbral de las grandes tardes. Para entonces, el grado de incertidumbre había subido enteros y nadie quería hacer bromas de los que luego se describió como una simple chirigota.

Un mes antes había aparecido en portada de nuestro viejo tabloide una inocente fotonoticia que anunciaba la antesala de la primavera a través de las flores de los almendros. En los aledaños de la histórica rumorología se apreciaron orientaciones de un mensaje en clave para alertar a las fuerzas golpistas. El Alcázar –órgano de los excombatientes franquistas- había publicado días antes un manifiesto golpista que, por cierto, se cebada –como otros ahora- el mal de las autonomías. Al final, ha quedado en el planeta de los astroides que jamás acaban impactando en la Tierra aunque siempre alguien puede pensar que meigas, haberlas haylas.

La realidad evaluable es que Mediterráneo fue el primer periódico periférico –algunos siempre nos llamarán de provincias – que salió a la calle contra el golpe y por la democracia. Libertad en negrita con grandes caracteres a toda página como un alegato indiscutible que empezó a repartirse de madrugada con la foto del Rey en la tele y un editorial sin ambigüedades, sin concesiones, con todo el coraje cívico que exigía el momento.

A esas horas cuando algunos compañeros repartían el periódico por la puerta del Sol, Luis me había puesto a buen recaudo. Cuando me mandó a casa, recorrí el Castellón más desierto que jamás he visto. El toque de queda se aplicó a rajatable y mis pasos retronaban y la calle Maestro Ripollés parecía inalcanzable.

(Retengo en el corazón la generosidad de Maíta y Carlos que me acogieron en su casa aquella noche interminable con las ventanas bajadas y los sones eufóricos de los niñatos de Fuerza Nueva enfrente, en la sede que tenían encima del Don José, hasta que al fin la televisión por una vez nos devolvió la esperanza).

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